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DE SALSA, RESTRICCIONES PÚBICAS (¿PÚBLICAS?), Y OTRAS COTIDIANIDADES PORTEÑAS.

Palabra en Pie - WIlman Ordóñez Iturralde y lo montuvio

Por Wilman Ordóñez Iturralde

 

Para la Revista Cyber Alfaro de la Universidad Laica Eloy Alfaro de Manta
Capítulo IX del libro Folklore y Sociedad: parrafada de lo cotidiano de un Guayaquil tradicional y moderno.
Para Adriana (su papá, su tío, su novio Fernando), Ángel Emilio y Juan
Por aquella noche de “extraña majadería” intelectual.

“La modernidad” según los “panificadores, ¿-planificadores-?, municipales”, es un espacio cerrado que debe mirarse desde afuera. Estos “planificadores” no solo que han impedido a la ciudad ser ciudad como localidad, territorio y escena urbana, sino que le arrebataron a la misma sus diástoles y sístoles socioculturales.

Entender estas paridades requiere de una mirada imaginada desde la Colonia y la República que reconoce la ciudad-puerto cuando la modernidad nos resuelve lo indefinible y jactancioso de la cultura foránea que recreamos en los primeros años del siglo XX.

El centro (de esta ciudad-puerto: Guayaquil) responde a una concentración de bienes y servicios “históricos” que fortalecen la tan cacareada identidad guayaquileña en la modernidad. “Re (de) generación urbana”, Plaza de la Independencia,  Iglesia San Francisco, La Merced, El Malecón, Correo, Parque Seminario, La Catedral, San Agustín, la calle 9 de Octubre (Boulevard francés a lo criollo), Club de la Unión, Biblioteca y Museo Municipales, Palacio Municipal, Gobernación, Plaza de la Administración (plaza de traficantes de títulos, notarías, negocios jurídicos, etc.), Iglesia de Santo Domingo, Las Peñas, El Barrio del Astillero, La Bahía, etc., vendrían a ser los símbolos que ejemplifiquen el imaginario urbano intervenido desde el poder local que mira el centro como un principio y un final cerrado. Mirada museística, arquitectónica y muy burguesa. Que impide desmontar la ciudad como partes desiguales (intercultural y (des) arquitectónica).

El poder mira la ciudad como capilla. El Municipio -tristemente célebre en la época Bucaram-, inhibe la ciudad como puerto y mixtura. La ciudad está y habita en las relaciones comerciales limitadas al plano de lo económico y la religión que no transgredan sus límites de oferta, demanda y cristiandad hegemónicas.

Cuando caminamos la ciudad el poder local y el kitsch turístico nos la muestran desde facetas y expresiones colonizadas (ni siquiera criolla). Reflejada en una sensorialidad disímil de sujetos que la caminan sin ver y sin percatarse que la ciudad es tan bien un cuerpo. Un espacio de sentido y percepción barroca. De referencia obligada a la otredad contemporánea para un puerto moderno que se precia de ser distinto y muy llevadero.

Quien mira la ciudad mira su espíritu. No sé si lo escuché de un sociólogo carismático, lo cree yo o lo leí en algún párrafo sartreano. Lo que sé es lo que me habita. Y lo que me habita es real, simbólico y cotidiano. Por ende, cultural e identitario. Lo que me basta para que la ciudad sea mi espíritu. Mi sufí gozoso, mi trujo y desbrujo imaginario. Que percibe, entiende y comprende bien este cuerpo (la ciudad, lo porteño), más allá de sus estéticas. Así, la salsa, lo cotidiano y lo público, no será obsceno ni rudimentoso.   

Público y púbico


Ni público ni púbico. La ciudad es distinta hoy. Nos quitaron los efectos del alcohol. El eructo rumboso. No podemos besarnos en el malecón “es impúdico” (Municipio-Ordenanza-Alcalde-Concejales-, y demás artificiosos mancebos de la hipócrita moral ciudadana). Las tendencias sexuales validan lo heterosexual. Los “otros” “los raros” “las raras” pueden circular pero no amarse. Estos “otros” quedan prohibidos –según la práctica moral social impuesta por el poder local- delatarse. Travistiendo así los imaginarios. Cuya cultura es enajenada y erística.

Las regulaciones falsifican a los sujetos, de acuerdo a la modernidad. Todo lo que ésta desea ser está basada en iconoclastismos. No puede la modernidad desarrollarse en ciudades donde lo local recrea un devastador atraso. Guayaquil va hacia atrás. En la ciudad porteña la modernidad no creció. Celebramos costumbres y tradiciones dañadas. Las buenas costumbres, aquellas que contribuyen a la identidad, están cercadas.  Desaguadas. El solo hecho de reprimir el cuerpo y la cultura imaginada de éste muestran una ciudad  culpada y enjaulada. Son los carnavales los que traicionan estos bajamares de conventos. En los carnavales nuestro exotismo porteño -y exitismo (de excitación)  costeño-  se manifiestan tal cual debemos manifestarlos siempre: coito y cópula sin rodeos.

Si abrazáramos la modernidad el pasado arqueológico no fuera museístico. Lo local, el poder, la represión, recrearían culturas sin categorías de segundas o de géneros. Cosa que sería revolucionario. Para lo cual no estamos aún preparados. Mientras “el jefe de turno” “preserve” el Kalahari simbólico, lo público es púbico, y lo púbico no podrá ser público, sino lo rasuramos a tiempo. La ciudad más costeña, más porteña, Guayaquil, es real cuando sus placeres de descarga no son cercadas. Oblicuas. Casi anales. La modernidad nos pone una inversión de principio del sino. De lo desnudo. Púbico, pero rasurado. En los límites del sicoanálisis originario: ano-vaginales, es decir: de penetración y evacuación continua. ¿Metáfora del puerto? Y del cuerpo y el imaginario guayaquileño y porteño también.  Cossa Nostra.

La tradición mal entendida

En Guayaquil (poder y dinero) se han llevado bien siempre. Tanto que, para validarse en sacrosanta cristiandad, han recurrido a “la tradición” como aprobación mesiánica de su conservadurismo. Esta tradición, de laya infortuna, es un folklore de ralea que amasa para que otro coma. El poder y el dinero saben que “recuperando” “los valores de la abuela” “el pueblo se engancha” aunque esto signifique una usurpación descarada de las culturas subalternas.

“Gato por liebre” manifestaba en los sindicatos la clase obrera.  El poder (burgués) –anticuario y museístico- creo en cambio la palabra “rescate”. Así, “rescatado y todo”, el pueblo se vio “salvado” y dejó de ser acrítico. Entonces el poder replanteó las formas culturales subalternas de celebrar sus tradiciones populares a la lisonja campesina urbanas céntricas. Haciendo parecer lo rural como producto edulcorado desindustrializado como impuesto permisivo para un pueblo cultural notablemente asalariado.

Y nos crearon fetiches, “tótem y tabúes”, para consumo masivo que bien encajó en los imaginarios socioculturales porteños. Dado que la porteñidad, como cultura y relaciones sociales, fueron vistas al margen del imaginario que las recreaba.

Así comenzamos a celebrar “nuestra historia” (porque la tradición la validaba). Julio y Octubre son los meses de fustes para “revalidar la noción de tradición” de esta burguesía comercial porteña. Nos vendieron folklore de anticuarios. Letras muertas. La cotidianidad jamás contó como relatora viva. Los sujetos que crearon estos folklores aparecen invisibles. En un empeño por “el rescate” estos barulleros de las ganancias mandaron al despeñadero la historia oral e inmaterial del folklore rural del cual habían usurpado. Entonces tenemos pasados fosilizados. Guayas y Quiles domesticados(as). Héroes sin significancia moderna. Géneros y bailes sin sentido ni función vivientes. “Relatos viejos en papeles nuevos” pero que son las misma vaina. Y un largo etc., de corte sacramental ahistóricos.

El folklore, aquél folklore de ciencia y fenómeno social, no es más “antigüedades tradicionales” solamente. Éste, que tiene relación al mito y una oralidad variada que lo produce y recrea, emerge lozano en la modernidad porteña en nuevas formas del ser sociocultural guayaquileño.

Entendemos el folklore vinculado a otras ciencias sociales, humanas y naturales; que están y habitan la ciudad presente en una expansiva narrativa de los sentidos corporales, racionales y emotivos de los sujetos y la sociedad que los vincula.

Lo que un día fue, seguirá siendo; morirá quizá, pero volverá anexado o convertido en otro: ¿bailan o no bailan salsa los jóvenes?

LOS JÓVENES YA NO BAILAN SALSA


El reggaetón ha invadido el imaginario juvenil del Guayaquil “post moderno”. El puerto ya no trae música en los barcos. De eso se encargan los aviones. Los artistas que llegan a la ciudad ligan entre la música dominicana, neoyorquina y puertorriqueña. Países que nos dieron buena música sonera y merenguera hasta la década del 80. Hoy nos da bachata con Juan Luis Guerra y el grupo Aventura. Por más que el Jardín de la Salsa (orquestas, artistas) y Cabo Rojeño (videos clips; de vez en cuando cantantes) sigan poniendo buena salsa los jóvenes quieren bailar reggaetón.

El reggaetón no dice nada. Es música liviana. Los jóvenes son livianos. Consumen todo lo que no los haga pensar. Lo digerido. Lo esquivo. Lo que les resulte olvidar. Full cadencia ventrilumbar. Como si quisieran hacer pensar los genitales.

El reggaetón convoca a los jóvenes para hacerlos sentir inútiles. Playboleros. Fisgones. No los deja asumirse y ser jóvenes. Los paniquea y amodorra. Los hace verse incapaces. La salsa de la vieja guardia relataba y contaba algo. Convocaba para este contar y decir algo. Lo cotidiano en la salsa eran hechos y circunstancias sociales y afectivas. El joven sabía que bailar salsa era sentido, razón y percepción cultural y corpórea. No podíamos ver jóvenes bailando salsa sin este ser y estar simbólico y festivo. Sin este ser y estar capaz de humanizar  y latinizarse.

La salsa llegó, la salsa llegó, para ti, parcero.                 

La salsa llegó de Puerto Rico, de New York, de Panamá, llegó de Cuba con los VAM VAM. De Colombia. El son llegó de Cuba. El porro-guaracha de Colombia. Guayaquil tiene una cultura que engancha con la cultura tropical de estos puertos. Fue fácil aceptar un tipo de música y baile que se le pareciera.

Guayaquil, puerto-ciudad, siempre liberal y comercial-capitalista, abrió sus volutas de fuegos a la salsa. La ciudad tiene rincones salseros de mucha prestancia. No somos una ciudad-concurso como New York y sus salones de baile latino. Sin embargo bailar salsa en la ciudad requiere mucho dominio. Pautas. Requiere de un  sentido y comprensión antropológica. Un entender y saber cómo el cuerpo puede percibir un sonido y una tambora.

La salsa, si bien no obedece a reglas, marca tiempos y compases que a los jóvenes les complica interpretar. El reggaetón no, es simple. Tan simple que niños desde los cinco años pueden ejecutarlo con facilidad.  Es más. Lo hacen. He sido testigo de concursos infantiles de reggaetón. La salsa supone otra cosa. Otra dimensión cognitiva y sensitiva. Otra manera de afrontar y enfrentar el espacio y el tiempo sonoro.

Negritud y salsa

Son muchos los jóvenes afros (negros, mulatos y zambos) de Guayaquil que bailan -y muy bien- salsa. Entienden, perciben y readecúan a sus necesidades corpóreas la música, pasos y melodías salseras. Tienen mayor conocimiento de las canciones, orquestas, cantantes salseros. Se mueven alrededor de lo que estas orquestas y cantantes de salsa les brindan y provocan. Llevan una vida de son. De son viejo. Esto ya es bastante.

La heredad africana que Esmeraldas trajo a nuestra ciudad comienza y concluye en el tambor. En mitos y dioses paganos que, si bien no los celebramos en Guayaquil, estos están, permanecen y se recrean, en el imaginario esmeraldeño.

Los negros y mulatos que se asentaron en la ciudad-puerto desde la Colonia inocularon entre nosotros su ritmo, piel y sentido y los aceptamos. Aprendimos el saber y sabor de su música y baile. Fuimos cómplices en la danza.

¿Entonces qué pasó, cuándo dejaron los jóvenes de bailar salsa? La salsa como tal entró a la ciudad-puerto en la década del setenta. La década del sesenta no la conocía. Los del sesenta cantaron la música de los Roll Stone, Beatles, la trova cubana y latinoamericana. Los del sesenta andaban en la onda de la paz, la Revolución cubana, los jipis, la mariguana; pasaban terribles masacres como las de Tlatelolco en México, Mayo del 68 en Francia y la de la Casona en Guayaquil.

Entró la salsa en 1970 y con este género los variables estilos del baile de salón urbano. Los negros siguieron bailando salsa. Guayaquil abrió espacios para los salseros: los primeros fueron los bares de Miguel “Cortijo” Bustamante” y el de “El Cojo” Rigoberto Piedra; después se crea Cabo Rojeño, la Calle 7, Cali Salsoteca y mi Nuevo Son.

Lugares clásicos para la salsa. La Calle 7 dejó de funcionar. El resto sigue en otras direcciones. Cambiaron sus lugares originales. El Jardín de la Salsa es otro centro salsero creado para refuncionalizar el género en Guayaquil.

Pero los jóvenes se abocan al reggaetón. Sus imaginarios se construyen a partir de lo fácil. De la ausencia de valores establecidos en el canon de lo serio. De una sensación cuasi enfermiza del sexo. La salsa tiene estas tres cosas de las que carece el reggaetón: cortesía, seducción y arte. Una extraña y limpia manera de poner visible una erótica corpórea poetizada en la sensibilidad, el ritmo y la piel. En fin, la salsa es otra nota, y los jóvenes ya no quieren saber de ella.

De cotidianidades y folk-lores vistos en la modernidad guayaquileña

Los mercados, los faunos de la PPG, la bahía, el cementerio, los cabarets, los salones (los de plutera y los de chismes de belleza), los suburbios, las fiestas populares, navidades, años viejos (y todo el simbolismo que ésta representa), las cívicas-históricas de Julio y Octubre, los cerros del Carmen y Santa Ana, los estadios de fútbol, la temporada de circos, los baños públicos y “privados” (venganza de los escarpados cagones de temporada y vitrineos de fines de semana de molles, Kentucky, McDonald's etc.), las festividades religiosas (Cristo del Consuelo, del Carmen, del Cisne, de las Mercedes, Cristo Rey, Divino Niño, Reyes, etc.), los barrios populares y sus fiestas (sobre todo las “reuniones” de esquinas), los chismes de carretillas, chismes de zaguanes, las familiares en sus reuniones domingueras, los buses (ahora el metrovía), los dísticos y grafitis, los anuncios de periódicos, los anuncios de los supermercados, etc., son los lugares preferidos (si acaso se trata de preferencia de clase media) -y los medios-, para crear y solazar folklores.

Si bien el folk-lore está relacionado a lo oral, lo mítico, la tradición, el animismo, la magia; éste no es esclavo del pasado ni mucho menos peón del presente. El folklore se recrea en la modernidad siendo objeto de cambios y transformaciones sustanciales. El folklore en la ciudad no es solo La Dama Tapada o La Bruja del Tamarindo o El Descabezado que monta a caballo; tampoco es solamente enterrar en el nicho al muerto de pies “para que no vuelva” o El Tin Tin comedoro de doncellas y las 12 uvas o el calzón amarillo de fin de año. El folklore es un tipo de cultura (subalternada) que define una condición ontológica y viva de lo cotidiano. Es lo que nos acerca y encuentra en las similitudes no vulgares. No grotescas, como fue definido en el siglo XIX (1846) por al autor del término John Thomas (antigüedades populares, literatura de cuentos). El folklore es una forma de vida oral, inmaterial y material que validada por la tradición se recrea y reformula en la modernidad. Suministrando a sus hechos, características y fenómenos, la noción de conocimiento no académico natural y simbólico.

La modernidad no está exenta de crear folklore mientras sobreviva en sus relaciones económicas y sociales la lucha de clases en tanto conflicto y manipulación de quienes niegan el valor del mismo en las sociedades subalternas. No obstante estar el folklore en este enfrentamiento, -como contestación al poder y las culturas de élites-, su principal desafío es evidenciar y contraponer su sabiduría natural a la sabiduría científica  en las denominadas superestructuras.

En Guayaquil, la cultura porteña y la interculturalidad mestiza, el folklore aparece hablado y expuesto como enunciado fenomenológico en sus relaciones socioculturales. Ya no es el folklore una supervivencia solamente. En franco repensarse como concepto del ser, los portadores subalternos, lo validan en la modernidad desde espacios visuales, escritos y orales; evidenciando a la tradición como cultura viva que se nutre de la dialéctica de los sujetos históricos que la construyen y no como vestigios fosilizados de un pasado detenido en el tiempo.

En su lucha constante con el poder, el folklore es la respuesta pública a lo privado y hegemónico, -que desde el poder oficial y local en Guayaquil-, se impone en franca ironía a sus identidades. El baño secundario y público sirve para ejemplificar el folklore escatológico-político: -“si de cagadas se trata, solo mira a tu pueblo que sigue botando por el mismo”; sexual: “da gracias que lo que tienes en la mano no lo tienes en el ano”, político: “si  la culpa es del culo, los políticos son la mierda”-; escatológico: “caga feliz, caga contento, pero siempre caga adentro”; que la cultura subalterna expresa en la cotidianidad de un cuarto.

 

·         En el cementerio: “el orgullo y la vanidad aquí acaban”. “El único lugar de iguales, es el nicho”.

·         En una pared del Colegio de Señoritas Guayaquil: “benditas sean las mujeres, y bendito su fruto, amén”. Atte., el Redentor.

·         En los cabarets de lo calle 18: “si tu madre culea con otros, es mejor que venga a trabajar conmigo”. Dueño del bar No te agüeves. “Zona amarilla: prohibido la pilsener light”. “Acojo mandarinas, mejor si  

         cargan uniformes”. “Si el Municipio puso la pared, usted péguese tres”.

·         En la cachinería: “¡Cuidado! Burros con uniformes”.

·         En un cumpleaños. Uno sexual en la oralidad de los muchachos: “Viva la santa, que el güevo le encanta”;

·         En el barrio de la 18 y Chávez Franco: “a culear, a culear, que el mundo se va a acabar”.

·         En Vulcano (barra alternativa de la Zona Rosa) canta un gay: “si el cementerio fuera mi culo, yo dejara que me entierren noche y día”.

·         En una esquina de la PPG en plena lluvia un cachinero (que ve una rana) le dice a una joven que pasa: “mamita se te cayó el sapo”.

 

El mercado popular y de clase media popular (la bahía) impone en la cultura de consumo varios ejemplos de folklore comercial: “serenata gratis si la compra pasa de doscientos dólares”. “Pantalones americanos, puro cuero, como si fuera su pelada la que los usara”. “Hoy no fío, mañana sí”. “Si el fiar fuera de amigos, hace rato hubiese quebrado mi negocio”.

 

Si bien estos ejemplos son los extramuros del folklore cotidiano en la ciudad, no dejan de ser una respuesta primigenia al poder local y sus represiones. Lo no detectado en Guayaquil es la nula alusión a la miseria y pobreza de los propios subalternos (de los asalariados, campesinos y obreros). Lo que sí se ve es una juventud anulada identitariamente; pero no lumpen, no pandillera; ni perdida en las drogas ni en el alcoholismo. Son muchachos de una cultura excretada que busca resarcir “la epidermis de los antiguos” a cambio de un acolchonado imaginario extranjero e infértil.  Son muchachos chiros (quienes rechazan su folklore tradicional pero crean folklores de supervivencias alternativos sin percatarse) con complejos de marcianos carcelarios. Asisten a fiestas de “aniñados” con ropa prestada y BlackBerry’s de “cincuenta latas (dólares) o mínimo, robados. Comprados a los pillos de su esquina”. “Vitrinean” sin que les importe herir sus pobrezas (total, la culpa es de quien los parió). Van a los molles los martes, cuando dan ofertas de dos por uno en el cine. Son chicos pobres a los que la burguesía legitima para llenar sus centros comerciales y “quitarles” sus últimos centavos de dólares reunidos en una semana de yapa “del pásame esto” y “ve a comprarme que te regalo tu cualquier cosita”. “Buena onda” si son, pero viven culpados, con resentimientos hacia sus padres o custodios (tías, abuelos, etc.). Con resentimientos hacia su humanidad (no percatándose que el Estado, las políticas y los políticos son los llamados a velar por su desarrollo y progreso). Pon ende no crítico y sin conciencia política. Son los nuevos hijos basura de este sanguinario capitalismo moderno. Quienes nacimos en el sesenta rechazábamos no pensar participando de una aleccionadora militancia política respondiendo al poder con acciones revolucionarias y simbólicas. Como aquella de lanzar nuestros zapatos a los cables de energía  con los cordones abiertos para demostrar que no “habitábamos este mundo de miserias e inequidades”. Significaba “querer vivir en otra esfera”. Menos cruel y más justa.

Recorriendo el Guayaquil de Nebot.

La observación siguiente que tuve en un momento de la ciudad fue casuística. Un poco chistosa. Fue un amigo sociólogo quien me invitó a recorrer el centro de Guayaquil un día “invadido de informales”.  Pude observar un tipo de folklore naciente -violento- que se apoderaba del puerto legitimado por los poderes centrales y locales que “hacían” uso -y abuso- de lo subalterno entre subalternos.

Desde la Plaza de la Administración hasta el Mercado Central, burros y cachineros, se sacaban la madre a punta de toletazos, palos, y piedras. Incorporando a las “dinámicas de la seguridad informal” -que creó el poder-, a policías robustos que instauraron una representación -y represión- simbólica entre los ciudadanos de a pie. Creando un doble poder (entre policías nacionales y policías municipales) que ejecutan  a la medida las dictas de sus jefes (Gobernación-Municipio).  

Entre estos golpes de pandillas uniformadas, escuché de la voz rasposa de un cachinero borracho unos versos que le cantó “a los burros de azules” y que yo había escuchado al desaparecido don Toribio en la época de oro de radio Cristal de Armando Romero Rodas con variantes tradicionales, lo cual, en el ejercicio de la modernidad, la tradición en la oralidad del cachinero, se refuncionalizó tornándose más viva y contestataria:

 

Calla calla burro viejo
Que no sabes rebuznar
El freno te tengo puesto
Pa jalarte el cagalar.

Escucha bien lo que te digo
Burro cara de batea
Cada vez que yo te miro
Me da vomito y diarrea.

En Guayaquil -salvo el Conde: poeta y cronista de los buenos-, y en entregas de retratos el poeta rastafari Santana, -que retratan la ciudad en la modernidad-, nadie bula la lupa para mirar la ciudad en presente. La crónica en la ciudad-puerto sigue siendo mirada desde la ciudad antigua. Los cronistas de vieja casta (vivos y de raíces burguesas) no escriben la ciudad de fines del siglo XX y principios del XXI. Se ocupan de esa tradición conservadora que el poder les oficia en curso negando a la cultura su dialéctica y destino. Estoy seguro que la historia de la ciudad antigua terminó hace rato de contarse. La ciudad-puerto de hoy está reinsertando viejas costumbres en costumbres nuevas y no la notamos por esa mal interpretada tradición de la que hablaba antes. La validez absoluta del folklore es su nacimiento, desarrollo, muerte y renacimiento. Si fuese vista la ciudad como la ve el Conde Martillo: entre literatura, periodismo, historia, folklore y tradición;  el imaginario guayaquileño, porteño e intercultural (asentado en la ciudad), marchase moderno y no menos cierto menos emotivo.

Esto de la emotividad en la tradición burguesa oculta la modernidad de una ciudad abierta como la nuestra. Parecería que en esta parte la clase subalterna valida lo mesurado de su cultura cuando la burguesía hurta sus expresiones folklóricas más representativas. Y esto hace suponer, que la miseria y la pobreza de la clase y cultura subalterna, no esquilma ripios cuando se trata de mantener en pie su dignidad de pobres in extremus. Casi como un acto violatorio aceptado por las partes. Lo cual es peligroso en la medida que la subalternidad es sobornada por la clase dominante. Y ésta, a cuenta de la sobrevivencia, no hace lo que es políticamente sesudo: ser una cultura contestataria, revolucionaria y progresista.

El sur, siempre el sur

¿Existe acaso un folklore sur-urbano que contraponga al folklore del centro, centro-este y centro-periférico? No solo que existe este folklore principalmente recreado en un modelo de apostasía de varias culturas proletarias y campesinas  (montubias principalmente que se diferencian en la oralidad, modos de trabajo y en sus relaciones socioculturales con los demás mestizos no montubios) sino que el sur tiene una marcada diferenciación con el folklore sur-oeste, central y periférico, y norte esférico de la ciudad-puerto. En la periferia suroeste (Trinitaria, Malvinas, Santiaguito Roldós, etc.) la cultura afrodescendiente recrea expresiones propias del pueblo negro (alabaos en día de muertos, rumba (salsa y son), comida esmeraldeña, marimba, cabarets de última data (a lo largo de la perimetral), riviel y tundas, que los pueblan en comunidad cultural excluyente. Donde existe además un alto nivel de superstición y hechicería. Un ejemplo de esto es el Sector de Viernes Santo La Fragata. Donde el Municipio “regeneró” un pedazo de manglar convirtiéndolo en recreacional y lúdico. Que los habitantes de Viernes Santo aprovechan. Quienes dejaron que el poder se haya apropiado de su rebeldía encapsulando su miseria en un pedazo de juego. Seguí de cerca estas rebeldías. Pero dirigentes vivos vendieron los sueños de sus mejores niveles de vida.

El sur (el del puerto marítimo) de negociadores, traficantes y trabajadores medianamente liberados de preocupaciones económicas, muestra una cultura del chantaje, la ineptitud y los vicios más descarados de la sociedad moderna. Pero, tampoco menos cierto que este puerto es signo, sino y representación de un imaginario porteño comercial y simbólico. Donde podría estar la urdimbre de la porteñidad fluente y diasporita. Comercios, chismes, cantinas, y una bien marcada cultura trailera-machista se observa en los entresijos del poder portuario y marítimo. Folklore y poder marítimo: escenarios y secretismos de la Autoridad Portuaria en Guayaquil.  Bien podría ser esta referencia el tema de análisis de algún estudioso de la cultura económica guayaquileña. O trabajo de tesina de algún egresado solvente. En el sur nos queda el mentado barrio Centenario. Histórico en la cuidad por ponernos la “primera clase pudiente urbana” en la neuralgia del sur rebelde y proletario. Es un barrio burgués sin duda, concentrado en su propia urbanización. Además de ser una burguesía ilustrada. Al que la población proleta solo puede caminarlo sin poder mirarlo por dentro. No podemos decir que pueda verse folklore aquí, pero dada las contradicciones, este barrio tiene a su espalda un barrio de folklore  y cultura portuaria: el barrio Cuba. Barrio de tradición como lo es también El Astillero que en materia de investigación moderna podría decirse que son los equipos de fútbol populares de la ciudad: Barcelona y Emelec, quienes podrían acercarnos a estas miradas modernas cotidianas. Ya que, El Astillero sigue relatándose en la literatura y la historia conservadora de tradiciones no cambiantes, que no dejan percibir el barrio moderno y como éste insurge con nuevas tradiciones.

Nos falta por averiguar ese sur-oeste-central ombligo del culo suburbano desde la 18 hasta el manglar del puente y el estero (al otro lado del puente de Portete desde la PJ hasta el sector de salida a la costa, está naciendo un folklore subalterno represivo y autoreprimido que valdría estudiarlo in situ). Todo esto es terreno policial. Por ende anómalo y desconfiado. Sobre la 18 he escrito bastante. Pero se hace necesario repasar esta cultura putera que tributa simbólicamente al Municipio y que éste “en su sano juicio conservador” la encierra y condena. (Algunos artículos del anexo sirven para repasar el puterío dieciochero.

El viejo norte es una fantasía. Un pedazo de pueblo pequeño burgués farandulero y simplón. Aquél no urdesiana (de Urdesa) donde habitan aún una pequeña alta burguesía con costumbres miameras (gringas) de alto costo económico. Lugar donde los nuevos turcos han comprado casas y terrenos. Este norte que escribo -y describo- es el norte de la Alborada, Sauces, Garzota; el norte de los centros comerciales más grandes de la ciudad. Este norte, en prospectiva, no se puede medir por la cultura –literalmente hablando- porque ésta es hegemónica y muy parecida. Si no por la economía. Por sus efectos sicosociales que estas formulan en los distintos aspectos de sus relaciones de demanda y consumo extremos. Y de miedos. Aquellos miedos que los han obligados a vivir cerrados, “imaginando” ser una especie de norteños protegidos por el poder local y las empresas que les brinda seguridad privada de bajo costo.

Presiento que es un norte de cuello de botella. Sin una clase definida. Ya que este otro norte, el de la Atarazana o la vieja Kennedy, son casos distintos. Sin bien viven este cuello de botella, son más expansivos a la hora de descapitalizar su cultura.

Esta es solo una mirada ligera y horizontal de la ciudad. Sin duda los urbanistas, los sociólogos, los sicólogos sociales, los antropólogos, los historiadores; tienen una tremenda deuda con la ciudad-puerto y subalterna respecto a las historias de los barrios que están grabados por culturas modernas de origen tradicional y pre capitalistas.  Insisto en la necesidad de una historia de la modernidad-tradicional y cotidiana de Guayaquil. Menos subjetiva. Sin imposiciones revestidas de tradiciones municipalizadas ni gobernadas por el poder local político del Gobierno. Requerimos una historia moderna de lo popular en sus cotidianidades. Una historia que no piense en el ser ontológico si no en sus relaciones más vivas de las culturas que las atraviesan. Urge estas historias sobre la ciudad-puerto, porteños, intercultural que no estén al margen de las capacidades culturales actuales industriales y tecnológicas. Ya no podemos repetir las historias clásicas fosilizadas. Existen en esta ciudad comunidades históricas, políticas, económicas y socioculturales que hay que redescubrir y divulgar. La modernidad las demanda y las tradiciones requieren reconstruirse y construirse nuevamente.