FOLKLORE Y PSICOANÁLISIS IV
Palabra en Pie - WIlman Ordóñez Iturralde y lo montuvio
El canto y el baile folklórico en la libido oral infantil: juegos y teoremas en los soportales de las ciudades costeñas. Del Conde Laurel al Mantantirutirulá.
Wilman Ordóñez Iturralde
Mis recuerdos próximos a la casuística folklórica son los que viví en mi infancia desde 1964 hasta 1974 del siglo anterior. Los diez primeros años cuando creemos dominar el raciocinio, el juego, el canto y el baile heredado son los primeros referentes que uno recrea entre los niños de su misma edad. En este tiempo la precocidad y la energía infantil están sujetas exclusivamente a lo lúdico. Todo nos parece juego. Por todo jugamos. Cantamos. Bailamos sin que el adulto sepa que bailamos para nosotros y no para distraer su atención hacia lo que hacemos. Al cantar nos importa un ardite si afinamos o no. Cantamos rompiendo parabrisas. Quebrando espejos. Haciendo que el adulto nos calle o nos sablee.
Y si nos callan bailamos. El ritmo es interno. El corazón nos impulsa. Nuestra madre repara en el movimiento y ¡pum! Que nos lanza el cojincillo del diván. Entonces vamos a la calle desenfados a rajar de todo con libidos parecidos. Ahí entra el cómplice. El otro pequeño diablillo al que mandaron zumbando por enloquecer a la otra familia.
Al vernos entre chivatos ya somos felices. Ni siquiera saludamos al vernos. Decimos A qué jugamos. Decidimos descargar la rabia en el juego. Esta libido oral que el psicoanálisis define como descargas eróticas maternas. La libido muestra el grado de energía y valor que poseemos. El nivel de “azúcar” en la sangre que vuelve volátil el juego. Sea niña o niño. Los juegos no son exclusivos. Lo paradójico en el juego es que el niño no sabe que expone esa libido. Simplemente juega. Se anima. Es una libido efervescente. Liberada.
Tampoco es que el niño o niña inventa su propio juego. Este ya le vino dado. Heredado de sus mayores que jugaron los mismos juegos cuando niños. Unos con cierta ingenuidad en los extremos. Otros con extremos para “descubrir” lo extraño de lo que el roce esconde cuando sentimos que tocamos o estamos siendo tocados sin proponérnoslo.
Uno de estos juegos se llama Sin que te roce: Primero sin que te roce. Segundo que te lo hundo. Tercero rodilla en tierra. Cuarto que te lo parto. Quinto que te lo hinco...etc.
Otro es el consabido Mantantirulirulá: Que quería su señoría, mantantirulirulá. Yo quería una de sus hijas, mantantirulirulá.
Tomemos como estos ejemplos estos dos juegos donde el niño expone su libido: Sin que te roce. Por demás está extendernos en los detalles de este juego, canción y baile. Solo diremos que el Segundo que te lo hundo y el Cinco que lo hinco, definen la relación erótica individual y colectiva de los jugadores. Al decir Segundo que te lo hundo, acercamos nuestro sexo a las nalgas del oponente quien hace de burrito es ese instante. No es un invento mío, solo toca recordar. Voltear y ver que los juegos populares de soportales están cargados de un erotismo que nos descubre al instante. En Sin que te roce asimismo se puede notar que es un juego de hombres. Un juego que deberían los psicoanalistas ponerle interés y analizarlo. Creo, sin que esto me concierna, que el juego no solo nos descubre en el sexo si no que nos desvía y confunde. Un juego de hombres que puede convertir al niño. Hacerlo poco tolerable a su masculinidad. No recuerdo que en este juego participen las niñas.
Las niñas en esto son más femeninas. Juegan compartiendo. Dejan que el niño sea su par. No se intimidan ante la presencia de los varones. Juegan, se manifiestan, dejan que el hombre roce y goce como ellas rozan y gozan.
Veamos este ejemplo, el de La pájara pinta:
Jugando a la pájara pinta/sentadita en su verde limón/con el pico recoge la rama/con la rama recoge el amor/ayayay, cuando veré a mi amor/me arrodillo al pie de mi amante/me levanto constante constante/dame la mano/dame la otra/dame un besito/que sea de tu boca.
Recurramos a la imagen: Ayayay, cuando veré a mi amor. Me arrodillo al pie de mi amante. Dame un besito que sea de tu boca. Juegos que los maestros y maestras parvularias (os) y de primaria siguen motivando sin realizar un examen psicosocial del niño que dirige en sus estudios y en su relación con los demás. ¿Que permite ver un examen? Distribuir por edades los juegos. Los juegos sin duda nos dan equilibrio, manejo de las habilidades y destrezas, desarrollo de la sicomotricidad. Alegría. Un juego tradicional nos da identidad. Nos enseña a respetar. A desinhibirnos. El asunto está en hacer un uso positivo de ello. Sobre todo en decirle al niño y a la niña que esos juegos nos definen como sujetos culturales. No solo sociales. Que son juegos que heredamos por boca y a los que debemos custodiar. Pero bien puede el maestro o la maestra definir por edades los juegos.
Volviendo al juego de Sin que te roce (la malicia infantil llama a rozar, a tocar, a manosear.) El roce si bien es un acto de gozo en los animales y los seres humanos, en los niños es afecto. Cariño. Es un gozo de felicidad irracional aunque sea la libido la que trabaje en ellos. En el adulto el gozo es demoniaco, racional, desenfreno. Un gozo sexualizado. Un gozo real. En el niño es roce es un gozo de representación. Al niño lo anima el juego. El descubrir. Empero, es libido. Es un acto de exploración orgánico. De autodescubrimiento del eros. Siendo posible que el juego sea el primer canal para descubrir su propia intimidad. Su masturbación. No necesariamente el juego descubra en el niño el desnudo. Si no lo que cuenta tras de él. Lo que el roce, el beso, el pedir amante, el pedir hijas, desde su ingenuidad, valide la libido.
“Yo quería una de sus hijas, mantantirulirulá/esta chica si me gusta mantantirulirulá”. El yo que pide es supremo (Freud). Nada frente al Yo cuando éste desea reconocimiento. Querer una de sus hijas es desear amar una de sus hijas. Mínimo desear acariciar una de sus hijas. No es cierto que el querer sea no querer realmente. El querer de por sí es desear, es poseer. O mínimo asumir que se será posible la posesión. Querer es dilapidar la libido que sugestivamente otro recurso que no sea el lúdico le impediría hacerlo.
No me explico cómo nuestras abuelas (ricas o pobres) nacidas en hogares conservadores o liberales no reparasen en la descarga de la libido infantil. Ellas fueron, -igual que nuestros padres- poseedoras de la misma libido. De la misma descarga infanto-erótica. De niños, nuestras madres y abuelas nos decían: Ve a jugar; juega La pájara pinta. La viudita. Al chaquicaramachaqui. Sin siquiera suponer hacia donde conducimos a los niños. El inconsciente colectivo trabaja desde la memoria. Las abuelas creen que los juegos son inocentes. La tradición las obligó a suponer esto.
Si no no jugaban. No había otro juego de soportal que no sea la ronda. Y la ronda eran estos juegos que todavía los niños juegan en los soportales o la calle que ha sumido en el abandono el soportal de antes. El que sirvió para sacar el parlante y poner música en alto volumen o para recibir a los amigos y hablar de naderías. Este soportal (angustia de ciertas madres y abuelas), cercano al zaguán donde el niño besaba la impronta mocedad, este soportal es el soportal de los juegos.
Tuve un compañero catequista que me contaba que en las reuniones carismáticas con los curas o en esos “recogimientos espirituales” los que “orientan” piden al participante recordar un juego que sea de vuestro agrado. Los niños manifiestan: El hoyo. El ñoco. La estrella. La mamá y el papá. La botella. Sin aversión los grandes juegan. Se tornan cómplices del canto. Mueven las caderas como estos. Se abrazan y “aquí no ha pasao nada” como diría ño Sangurima. Entonces el juego erótico también pervierte. Ahí el caso de los curas pedófilos. Jugando a La pájara pinta, y ¡zás! Que el cura se zumba un mango. Sin que te roce, y en el Segundo que te lo hundo, el niño será obligado a meterle el dedo en la nalga al cura.
Los niños son conscientes de lo que hacen y recrean. Su inconsciente folklórico (Arthur Ramos) es el que le destapa la libido. Le pone lo heredado en su pre conciencia y ésta en su conciencia animada lo divierte.
Vamos a un juego-canción de niñas. La viudita del Conde Laurel: Yo soy la viudita/del Conde Laurel/que quiere casarse/y no haya con quien/con este sí/con este no/con este muchacho/me casaré yo.
¡Caray! Que precocidad diría mi madre. Eso que no analizo el chigüalo manabita donde la madre y el padre aprueban el casorio de la niña:cásate, cásate, que yo te daré, zapatos y medias/color café. Precoz, sí. La niña sin llegar aún a la adultez ya es viuda. Y del Conde Laurel. Que en nuestras culturas podría ser Pedro, Ubaldo, Franklin, Carlos, Camacho, Lovato, etc., y no necesariamente ese Conde malvado que dejó viuda a alguna vieja del Medioevo.
Esta de igual forma es interesante: El puente se ha quebrado/con qué lo componemos/con cascaras de huevo/que pase el rey/que ha de pasar/el hijo del Conde/se ha de quedar/al chaquicaramachaqui/al chaquicaramachá/y dos pasitos adelante/y dos pasitos atrás/y dando la media vuelta/para ver quien se quedará.
El rey, ni tan santo, ni tan comodoro como dirían los Les Luthiers de Argentina. El rey es el hombre omnipotente. El poderoso que todo lo puede. El tirano que ayuda y da consejos. El monarca de cien pelos que nada en oro y los niños lo dejan pasar. Sin más, lo dejan pasar, Se queda el cojudón del Conde, su hijo. Quien simboliza al príncipe. Como juega el rey con los niños en la ronda. El corro tiene ojos de medusa. Hay desea aplastar la inocente voluntad infantil. Todos pueden quedarse, menos el rey. En la modernidad este puede ser Camargo. El violador de los Andes. El rey da primero, después acecha. Así da el violador, después acecha.
Bueno sería un trabajo conjunto entre maestros, psicoanalistas, (creo más en estos que en los puros psicólogos o psiquiatras), planificadores, técnicos, para desmitificar el corro folklórico infantil y ponerlo por edades. No encapsular por si acaso el juego o estos juegos, que tan bien lo estudia el folklore, si no ponerlos por niveles. En edades adecuadas. Juegos para niños, juegos pre adolescentes, juegos adolescentes, juegos para adultos. Dejar de jugar La pájara pinta o el Matantirulirulá sería un craso error. No hacer uso del corro folklórico infantil es subsumir la memoria. Casi como dejar de cantar Arroz con leche/me quiero casar/con una señorita/de la capital/que sepa coser/que sepa lavar/que sepa abrir la puerta/para ir a comprar. Solo porque la canción es racista, xenofóbica o sexual. Además de maltratante contra los fundamentales derechos de las mujeres. Pues no. El asunto es revisar los folklores. Las vacaciones deben servir para eso. Para revisar lo que vamos a enseñar lúdicamente a los niños. Lo demás es pura pereza.
A seguir cantando y bailando y jugando nuestros lúdicas. Tan pronto como amanezca, seré el primero en decirle a mi hija que invite a jugar a Manuelito. El niño del barrio que aprendió a jugar Al pepo y trulo. Solo que ojalá el bandido no vaya a querer alojar las bolas en mi hija. Puesto que esto representa el tan inocente juego del Ñoco. ¡Uy! Y eso que se nos queda en el horno mucha harina para pan. Como El patio de mi casa; La gallinita ciega; Mirón, mirón, qué quieres gato ladrón; La muñeca azul. Tantas, que llenaría el Suplemento.
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